
Hace muchísimos años, las más preclaras y lúcidas mentes de estudios generales letras se reunían en los jardines junto a las casetas de arqueología. En la calmada soledad de esos parajes discutían y debatían acerca de los más encumbrados temas para elevar el conocimiento, la sensibilidad y el espíritu.
Grandes en su pequeñez, nosotros éramos
Grecia.

En esas tertulias aprendí mucho sobre filosofía, historia, arte o literatura. Ahí escuché por primera vez a Giovanni Papini, Bertrand Russell hablaba de la nueva moral sexual y las aproximaciones a Borges eran mucho más que literarias, la historia se volvió una maestra bella y fascinante y la filosofía adquirió una noción superior a la de mirarse el ombligo (el segundo Wittgenstein se mantiene todavía como figura arquetípica). Fue en Grecia donde con nuestra precoz soberbia hablábamos con desprecio de los chomskianos generativos (¿en qué carajos estábamos pensando?) o donde escuché mis primeros epítomes de psicoanálisis. Sí, debo confesar que yo me sentía como un troyano entre atenienses, pero es honesto reconocer que todos y cada uno de nosotros aprendíamos el uno del otro.
Fueron tiempos de
paz.
Estábamos en la mejor universidad del Perú y arrogantes en nuestra ignorancia, pensábamos que por eso seríamos eternos e indestructibles. El futuro era lejano y nada hacia presagiar la decadencia de occidente. La herida se abriría pronto
desde adentro.
Todo empezó con el auge de la oferta universitaria. Ingresos masivos, la expansión del imperio y su consecuente necesidad de espacio. Primero construyeron mesas de ajedrez que prontamente fueron ocupadas por imberbes individuos que habían entrado por la primera opción. Poco a poco el silencio de nuestro parnaso fue poblándose de risas vacías y tonos polifónicos de celular. En hordas venían de las canchas de fulbito, un continente tan lejano a nosotros como las propias indias, a ocupar nuestro helenístico territorio. Por ahí alguna vez escuché a uno de ellos proferir en lengua salvaje a sus congéneres: “¿alguien ha leído
el lobo estepario?, ¡tengo un control el jueves!”
Bestias del mal, no entendían que
la entrada es no para cualquiera, es sólo para locos.
Las
invasiones bárbaras habían comenzado.
*X*
Hace poco volví a ver la película del mismo título y no pude evitar sentir ciertos paralelismos con esa etapa de mi juventud. Al mismo tiempo me conmovió poder encontrarle una serie de curiosas analogías y puntos de encuentro con mi vida misma ahora y con lo que me queda de ella.
Sí, suena pretensioso, pero a mí que me importa como suene.
Un hombre viejo está a punto de
morir. Su único hijo lo odia. Está solo. Pero aún entonces se aferra a las ideas en las que creyó, a la vida que él eligió. Se aferra tanto que no quiere morir. Pero ¿es esto lo que él esperaba de la vida? Ya es demasiado tarde y esto es lo que la vida le ha devuelto a cambio.
Por un giro argumental su hijo trata de proporcionarle una muerte decente. Para ello acondiciona una habitación especial en el hospital y va en busca de los amigos de su padre. Los viejos camaradas se reúnen con él y discuten sobre los viejos tiempos, sus viejas ideologías, sus viejas aventuras y sobre como la vida los ha cambiado. Ahora ellos son los viejos.

Vienen también al encuentro del moribundo sus eternas
amantes, aquellas mujeres que se entregaron libremente a él y que aún le guardan lascivo afecto. Y su mujer, su ex mujer, la que más lastimó pero que en su hora última con
lágrimas y satisfacción le confiesa que es el hombre de su vida. Su hijo, a quien recriminara que jamás leyera un libro, pero que en un año gana más dinero de lo que en toda su vida él pudo reunir y que le ofrece la posibilidad de una muerte digna.
Finalmente hace su aparición una bella ángel guardián que lo guiará hacia su último destino y que en un momento le dice:
“las cosas que amabas ya están muertas”.Corte.
El imperio fue herido en el corazón. En su
decadencia, la barbarie se apoderó de su vida, lo transformaron. Pero aún así me aferro tercamente a lo que creo, y espero morir así también en mi
podredumbre.

Siento nostalgia futura al pensar en como será ese último viaje y en los que me despedirán entonces. Quienes empujarán la embarcación ardiente que me transportará al
Valhalla. Las eternas
valkyrias que en su dulce abrazo me acogerán y sostendrán mis armas. Veo ahora algunos de los rostros que se irán conmigo, algunos cambiantes, otros no los volveré a ver jamás.
Quizás entonces.
Sí, existe un anacronismo, las invasiones bárbaras no fueron quienes acabaron con la civilización helénica, fue el imperio quien
la devoró. La herida se abrió desde adentro. Pero eso es historia conocida.
Simplemente elegí perder porque todo lo que amé ya
ha muerto.
::
Etiquetas: grecia, invasiones barbaras, muerte