miércoles, octubre 25, 2006

Lo que vi




He visto
hombres
deshacer su carne
y sombras
transformarse en musgo.

He visto
pensamientos fríos
como navajas
dibujando contornos
de rostros olvidados.

Desesperación palpitante
y vista que se nubla
en tíbias lágrimas
amargas.

Todo eso he visto
sobre la montaña de fuego
donde el rey loco
baila
y toca su flauta.



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martes, octubre 17, 2006

CALLAD!

“...es dulce vuestra voz, mas por favor, callaos”
-Ch. Baudelaire





Y así, el silencio calla

Con los aleteos de la noche

Con el llanto de un niño


Oíd, oíd vuestros corazones

El eterno instante

Entre los latidos

Detenidos


Abrid vuestro pecho

Acoged con vuestra carne

Los punzantes dardos

Que os envía vuestra madre


Dejad que su veneno

Inocule vuestra sangre

Y la oscurezca por adentro

No derraméis ninguna lágrima

Escuchad vuestros graznidos

Como la hoja que corta el nudo en las entrañas

Como los gritos que sonríes

en silencio.


Oh mi rey perverso,

¡Ceñid vuestra negra corona,

Despertad al oscuro sueño!






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martes, octubre 10, 2006

Oración para la transformación



...por eso es que sois un monstruo terrible, asqueroso e infernal!


Apartad vuestro ki malévolo, que me repele y arrincona.

Detesto esas sensaciones pues me hacen caminar
como un animal asediado, atentan mi libertad.
Para salvarme, debo entonces erizar mi pelaje

y saltar sobre él al mejor momento.

Pero no beberé de su sangre infecta.

Madre luna, esta noche
correré
por los prados libres otra vez.

La hierba fría bajo mis pies desaparecerá,

el peso de su muerte será ligero
y mis colmillos afilados
relucirán en la quietud nocturna.


Amén.



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miércoles, octubre 04, 2006

gesto



Frío hálito nocturno
acompañado de
complice sonrisa,
emanadora de ácidos fluidos
enervadores del dolor
y la apatía.

Te observo
aquí sentado
en perverso hábito romántico
que destruye mis carnes
y corroe las encías.



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domingo, octubre 01, 2006

REcarajo.

El hombre más fuerte que he conocido tenía 87 años la última vez que lo vi. Su nombre era Alfredo Fuentes Valdez y era mi abuelo. Recuerdo que cuando era niño lo veía hacer ejercicios con unos resortes para ejercitar los brazos que parecían equipo de entrenamiento del ejército ruso de la 2da guerra mundial. Estiraba los resortes de arriba a abajo, delante del pecho, detrás del cuello con una facilidad inaudita. Cuando alguna vez traté de hacerlo yo casi me atrapo la cara con los resortes. Afortunadamente el abuelo estaba ahí, sujetó el aparato y lo volvió a colgar detrás de la puerta del baño, luego continuó afeitándose.

Yo lo miraba y estudiaba su ritual y si bien es improbable que alguna vez quiera dejarme los bigotes, debo reconocer que fue mirándolo como aprendí a pasarme la navaja por la cara. De él también aprendí a enjuagarme el rostro haciendo sonidos extraños y a echarme la loción para después de afeitado dándome pequeñas cachetadas para disipar el ardor.

El abuelo Alfredo no era un tipo muy grande, era más bien “chato”, como con complicidad nos llamábamos el uno al otro. Tenía las espaldas anchas y el cuerpo cuadrado, y sus manos eran tan fuertes como sus brazos. Él también me enseñó una forma de doblar los dedos de manera que pueda hacer arrodillar de dolor a quien quisiera. Eso me sirvió para hacer que me dejara en paz un chiquillo abusivo que me fastidiaba por mi barrio que era mucho más grande que yo.

Por lo general él era un tipo callado, pero cuando hablaba se hacía escuchar y por eso era respetado y querido donde fuera. Si por ahí había algún aturdido que no le hiciera caso o no lo tratara con la debida cortesía, el abuelo era capaz de enderezar cualquier árbol torcido con un carajo, su palabra favorita.

Pero si hablamos de palabras puedo decir que el abuelo era un hombre de muy pocas. Él no leía poesía ni cosas así, sin embargo era un tipo que podía reconocer la belleza en otra clase de cosas. Podía quedarse sin decir una palabra frente al motor desarmado de un camión de 20 toneladas, admirarlo en silencio y reconocer en él belleza que ningún poeta o aedo jamás vería. O sin ir tan lejos, tenía bajo su cama una herramienta gigantesca diseñada para desarmar trenes –algo que probablemente jamás utilizaría- pero para él esa era una “hermosa herramienta”, y eso justificaba su posesión.

Esa pasión se manifestaba en cada cosa o invento estrafalario que construía, arreglaba o mejoraba. Todo tenía que tener estructuras fuertes, pesadas, con complejos e insólitos mecanismos extraídos de otros aparatos y todo absolutamente todo, desde las soldaduras, los pernos ajustados con fuerza, los nudos de las pitas, los empalmes con gutapercha, todo tenía el sello de su personalidad encima.

Fue por ese rasgo de su personalidad que transformó su viejo mercedes en una fortaleza rodante; reforzando el chasis, las puertas y las estructuras con placas de acero para hacer de su auto un vehículo indestructible. Claro que después quedó tan pesado que no se podía mover. Pero fiel a su estilo, solucionó el problema instalándole al auto un motor mucho más grande, apelando al viejo axioma masculino, la solución siempre requería: “¡MÁS POTENCIA!”

En ese mismo mercedes iba con el abuelo a guardar el auto en una cochera a la vuelta de su casa. En el trayecto, cuando le preguntaba para qué era ese símbolo en forma de estrella de tres puntas que tenía sobre el capot, él muy tranquilo me decía que era la mirilla para apuntar por si tenía que pisar a alguien. Dejábamos el carro y revisábamos que cada una de las puertas tuviera puesto el seguro; luego sacaba uno sus cigarros, lo ponía en su boquilla y regresábamos a casa caminando mientras me llevaba de la mano y echaba humo.

Años después, ya de adulto, a veces viajábamos en ese mismo y viejo mercedes mi padre, el abuelo y yo. Eso es algo que jamás podré describir. Ya hablaré de mi padre después, pero la conciencia de ser tres hombres de generaciones distintas con la misma sangre en las venas y andar juntos es algo para mí incomunicable. A veces íbamos conversando, otras en silencio, y cuando llegábamos a destino los tres revisábamos que cada una de las puertas tuviera puesto el seguro.

Fue así que salimos los tres una noche y paramos a comer algo por ahí, luego partimos hacia la clínica.

Iba a ser una operación menor y mi padre había movido sus influencias de médico para que el abuelo sea tratado de manera especial. Él no quería entrar en silla de ruedas, pero lo obligaron y a regañadientes accedió. En todo ese trámite no tuve tiempo de darle una palmada en la espalda ni de decirle “suerte chato”, pero a lo lejos lo vi alzar su mano sin dedo índice. Dos años atrás se había volado la mitad del dedo con un taladro haciendo uno de sus experimentos. Y así -haciendo su original señal de victoria- se despidió de mí.


Él tenía 87 años y esa fue la última vez que lo vi.


Ha pasado ya algún tiempo de eso, hoy el cumpliría 93 años. Ahora los resortes de entrenamiento de la segunda guerra mundial están colgados detrás de la puerta de mi habitación. Por las mañanas los estiro de arriba a abajo, delante del pecho, detrás del cuello, quizás por eso mis espaldas son anchas y mi cuerpo es cuadrado ahora. O tal vez sólo soy así porque era mi abuelo y la genética ha hecho su trabajo.

Pero si hoy escribo es para saludarte por tu cumpleaños chato, allá donde estés.




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-Don Alfredo, ¿cuántos años tiene Usted?
-87 años.
-No puede ser, usted está paradaso, ¿cómo hace?
-Bueno mi secreto es: comer bien, dormir bien, y muchas, muchas chicas.

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